España es un Estado social y democrático de Derecho que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político.
Así reza el Artículo 1º de la Constitución Española de 1978, texto que, en el marco del Estado Español, está por encima de cualquier otra norma, precisamente por el principio de jerarquía normativa que se encierra en el concepto de Estado de Derecho.
Siempre he dicho que las leyes están para algo. Se supone que para cumplirlas. Que son fruto de una elaboración meditada y que su aprobación se rige por el principio de mayorías parlamentarias emanadas de la expresión de la voluntad popular a través de elecciones libres (¡menuda pastelada… que ni yo me creo!). De acuerdo con eso, España se articula, conforme a su Constitución, en 17 Comunidades Autónomas y 2 Ciudades Autónomas (Ceuta y Melilla)
El asunto, tema, problema, territorial ha estado presente en la Historia de España prácticamente desde el origen del concepto mismo de Hispania. Pero es a raíz de la Ilustración, alambicada después por la revolución industrial, mezclada con los ancestrales principios medievales de derechos y compromisos feudales, cuando el asunto de la territorialidad, en el marco de la Modernidad, pasa a constituir un «problema».
Francia, por ejemplo, hizo tabla rasa respecto a los principios de territorialidad con la Revolución. Se acabaron las especificidades de los territorios que componían el Estado, todos eran iguales y la administración tenía que articularse de un modo homogéneo, estructurado del modo más eficiente y eficaz posible. Adiós al Ducado de Borgoña, al Franco Condado, al Delfinado, Provenza… Pero en España, la asimétrica construcción del Estado de los Austrias entró en conflicto con la modernidad ilustrada, con la centralidad, la homogeneidad garante de la igualdad que los aires ilustrados venidos del norte francés parecían vislumbrar.
Tras la Guerra de Sucesión y el cambio de dinastía… la asimetría legal heredada de la noche medieval se manifestaba en la práctica de un modo diferente. En las Vascongadas y en Navarra se mantenía en esencia el principio de pacto y en Cataluña y los territorios de la antigua Corona de Aragón se hacía tabla rasa y se ponía fin a los pactos medievales corona-territorios y se les incorporaba a la homogeneidad legal (lo que también había sucedido en Castilla). Tal vez si el principio ilustrado, primero, y el revolucionario liberal que ha encumbrado a Francia como paradigma y vórtice de la contemporaneidad, después, se hubiera aplicado de modo radical hoy no hablaríamos de Cataluña, Euzkadi, etc. sino de Departamento de los Pirineos Orientales, Departamento de los Pirineos Occidentales, Departamento del Ebro Meridional… y a nadie se le ocurriría enarbolar una bandera cuatribarrada con aditamento estelado .
Pero el hoy es hoy porque el ayer ha sido como ha sido. La ineficacia, la pacata forma de actuación de los políticos de los últimos chorriocientos años nos ha llevado a que en 2015, cuando deberíamos estar hablando de creación de superestructuras estatales, sigamos hablando de maniqueos derechos históricos (cuando la Historia, la real, la auténtica, es desconocida para la mayoría y manejada por los interesados tergiversadores pescadores en ríos revueltos) y proponiendo desintegraciones de entidades que fueron siempre íntegra manifestación de una realidad polimórfica.
Pero no hay más. Hoy España se conduce, por la ineficacia, estulticia e ignorancia de sus políticos a la desintegración.
El término «balcanización» alude a la situación casi ancestral de la Península de los Balcanes, donde el encontronazo entre los imperios occidentales y el Imperio Otomano, desde el siglo XVI, llevó a una atomización de territorios con etnias, creencias y paradigmas políticos diferentes, un auténtico mosaico explosivo que fue el germen (entre otros factores) de la I Guerra Mundial y que ha causado no pocos conflictos desde la caída de las llamadas «democracias populares» y el estallido de la antigua Yugoslavia.
La situación balcánica fue (es) especialmente tensa y ha conducido a innumerables situaciones de quebranto moral y existencial, con guerras incontables, persecución étnico-religiosa… baños de sangre que han regado el suelo desde Zagreb a Pristina; desde Dubrovnik a Srebrenica.
No, no es comparable la situación de los Balcanes con la de España; pero si entendemos el concepto «balcanización» como el proceso por el cual un Estado se fragmenta en otros pequeños entes territoriales antagónicos… ¿será ése el futuro?
Insisto en que no es comprable. Las circunstancias, el devenir histórico, la realidad social y cultural, los fundamentos políticos, no son los mismos. De ahí que adolezcan de vicio conceptual de base los discursos que establecen paralelos, por ejemplo, entre Cataluña y Escocia. Pero lo que sí es cierto es que el problema territorial existe, Y existe porque nunca se ha sabido solucionar.
De nada vale analizar los orígenes de los actuales nacionalismos. Es evidente que no se trata de un origen popular, aunque hoy sea un asunto popular. En su origen son impulsos nacidos entre la burguesía acaudalada, precisamente la que se alimentó de las inversiones públicas estatales para sus industrias, sobre la base de una innegable identidad cultural y lingüística; algo que no debería ser disgregador sino enriquecedor. La identidad, digo, es innegable y es comprensible y hasta exigible su defensa; pero sin exclusiones y con la verdad por delante.
El «problema» (obviando el peregrino episodio protagonizado en 1641 por Pau Clarís, simultáneo con la separación de Portugal y otros «festivos» hechos como el del Duque de Medina Sidonia en Andalucía) estaba ahí desde finales del siglo XIX, más sin duda en Cataluña que en el País Vasco, tal vez, en esencia, porque en las provincias vascas, el sistema foral satisfacía los afanes financieros burgueses; algo que faltaba en Cataluña, aunque en ambos territorios se volcaban las inversiones del Estado, enriqueciéndolas y haciéndolas foco de atracción para miles de «migrantes» procedentes de las regiones españolas más deprimidas (que venían a ser todas las demás), algo que «mestizó» considerablemente las sociedades respectivas.
Los tímidos intentos de solución comenzaron con la creación en 1914 de la Mancomunidad de Cataluña, impulsada por Enric Prat de la Riba desde Barcelona y defendida en las Cortes Españolas por José Canalejas. Fue, pues, creada en el marco del ordenamiento jurídico español y en ese mismo marco, con matices y tendencias distintas, fue disuelta durante la Dictadura del General Miguel Primo de Rivera.
Proclamada la II República, el mismo día 14 de abril de 1931, el del inicial desbarajuste de la caída de la Monarquía, Francesc Macià proclamó desde el balcón de la Generalitat la República Catalana dentro de la República Federal Española (algo aún inexistente… y que no existiría como tal); tres días después el asunto pasaba al anecdotario de aquella convulsa jornada; pero un año después se materializaba la aspiración autonomista catalana con la aprobación por las Cortes Españolas del Estatuto de Autonomía que defendió con vigor Manuel Azaña. El Estatuto estuvo en vigor hasta la Guerra Civil, con el paréntesis provocado por la suspensión de la autonomía por el gobierno Radical-cedista tras la proclamación por Lluís Companys del «Estado catalán dentro de la República Federal Española».
Durante la Dictadura de Francisco Franco, el nacionalismo español se impuso y cualquier vertiente nacionalista de otro porte fue ahogada; pero si por una parte se limitaba hasta su casi prohibición el uso de las lenguas vernáculas y se ignoraba cualquier tipo de autonomía política, por otra seguía el casi mimo económico, manteniendo unas inversiones estatales más que generosas. En ese marco, el catalanismo siguió siendo un sentimiento, pero un sentimiento expresado con eso vino en llamarse «seny»; mientras en el País Vasco el nacionalismo radical, mezclado con tesis marxistas-leninistas se echaba al monte (precisamente el nacionalismo que menos había incordiado hasta entonces) y argumentaba sus aspiraciones con bombas, secuestros y pistoletazos en la nuca.
Y llegó eso que ha dado en llamarse «Transición» y el nuevo marco legal amparado por la Constitución de 1978 hizo del hecho diferencial de las «nacionalidades» y regiones algo consustancial con el concepto de Estado. En el marco del texto constitucional llegó el sistema de autonomías que ha llevado a grados de autogobierno que en algunos aspectos superan el de Estados confederales. Sin embargo, el legislador no contaba con el uso interesado e irresponsable de determinados instrumentos por parte de los poderes autonómicos: Entre las competencias transferidas a las comunidades autónomas estaba la Enseñanza. El control de este vital resorte para cualquier sociedad, ha servido para adoctrinar a una generación completa, factor que se une a la labor propagandística de los medios de comunicación.
Y nadie ha hecho una sensata labor de contrapeso. Un Estado de Derecho no puede consentir que en los planes de estudio se den cabida a las mentiras y las tergiversaciones (y no vale de excusa, por supuesto, que antes, en la época de Franco, se hacía al revés) y los gobiernos nombrados al amparo de la ley no pueden hurtarse a la labor de hacer triunfar la justicia y la verdad. Pero nadie, digo, se ha atrevido a hacer una reflexión general, a parar a todos, sentarlos en una mesa y redefinir el concepto de España, establecer los símbolos comunes y respetarlos.
Es demencial. En un tiempo en el que debería buscarse la integración real de Europa (la real, no la de los mercados interesados) en esta península se alimentan las disgregaciones. Y no vale de nada recordar lo evidente. Por ejemplo, que la Constitución vigente ha permitido un nivel de autogobierno que para sí quisieran los escoceses, los corsos, los flamencos o los bávaros. O que esa Constitución fue aprobada por el 90,46 % de los casi 3 millones de catalanes que votaron y por el 69,11 % de los casi 700.000 vascos que lo hicieron. O que en el marco legal vigente no cabe negociar nada que pueda conducir a la separación de ninguna parte del Estado y ni siquiera a consentir un referéndum sobre uno de los principios de la Constitución como es «la indisoluble unidad de la nación». O que la propia Constitución ya prevé en sí misma la posibilidad de su reforma parcial o incluso de su sustitución por otra, única vía legal para modificar los principios que contiene.
Pero da igual. Muchos de los políticos y buena parte de los medios de comunicación parecen desconocer estos principios y nadan en la terminología secesionista, prestando oídos a propuestas en sí mismas ilegales.
Sí, esto se tambalea… ¿se balcaniza? Y lo hace de un modo de lo más grotesco… tan «español». ¿Que en una final de una competición llamada Copa del Rey de España buena parte de los seguidores de los dos equipos silban atronadoramente el himno de España (que legalmente es el suyo)? ¡No pasa nada! Eso sí, da lugar a que corra mucha tinta, pero nadie hace nada para imponer el respeto (que no la idolatría). Porque se puede estar o no de acuerdo en que España sea una Monarquía, que el himno sea la Marcha Real y la Bandera la de los últimos 200 años (con distintos escudos y el paréntesis de la II República), pero es así y hay cauces legales para cambiarlo si se quiere, pero respetando lo que ahora es.
Sí, grotesco. ¿O no es grotesco que algunos equipos de fútbol se vistan de bandera? Pocos equipos en el mundo, de cualquier disciplina, hacen alarde en su vestimenta de símbolos con carga política. Aquí, desde capitanes con bandera a modo de brazalete, pasando por banderitas colocadas a modo de «hierros» de ganaderías, y llegando a indumentarias completas que transfunden los colores banderiles; lo que tiene «mucho sentido» cuando le estás haciendo lucir bandera a un alemán, un brasileño o un argentino.
Sí, grotesco. ¿O no lo es que hasta en el tema de las banderas seamos incapaces de ponernos de acuerdo y tengamos que diseñar una para cada corriente o tendencia? Si no véase el caso de la bandera de Cataluña: más de 800 años llevan representando lo catalán (en realidad lo aragonés, entendido como Corona Aragonesa) las cuatro barras rojas sobre fondo amarillo y ahora, entre los independentistas flamean al viento al menos dos versiones contradictorias: la estelada blava (azul), de origen burgués aunque parece que asumida por las izquierdas de ERC; y la estelada vermella (roja), de origen socialista y adoptada por la CUP como símbolo. Bueno, será que hay que tildar las banderas con los acentos ideológicos.
Sí, grotesco. ¿O no lo es que mientras se proyectan quiméricas naciones y se actúa en la práctica al margen de la ley se diga que se quiere actuar dentro de la ley, y cuando te tiran de las orejas por no haber cumplido la ley digas que actúan poco menos que como venganza y en contra de un sueño?. Eso es lo que ha pasado con el ínclito Artur Mas. Fue nombrado President de la Generalitat de acuerdo con la ley (el Estatuto de Cataluña, amparado por la Constitución Española) y desde la Generalitat ha actuado sistemáticamente en contra del propio Estatuto y de la Constitución. Se ha saltado a la torera una expresa prohibición y ha celebrado una pantomima de votación («proceso participativo» lo llamó) a la que acudieron sus amigos y seguidores. Y ahora, que pasadas las elecciones autonómicas (que él ha querido valorar en clave plebiscitaria) le llaman a declarar como imputado por un delito de desobediencia (y otros tres), resulta que se está atacando a Cataluña… no a él, imputado personalmente, sino a Cataluña. ¡Deu meu!
Grotesco, pintoresco… si no fuera tan dramáticamente serio.
No sé lo que terminará sucediendo, si la sensatez aparecerá por algún sitio, pero el asunto es complicado. Más cuando quienes tienen la capacidad para solucionarlo, los políticos, son un colectivo demasiado embadurnado por intereses que no siempre son los que permitirían solucionarlo.
Pero, ¿sabes? en el fondo… Soy consciente de que la historia no es precisamente la sucesión de hechos en los que triunfa la justicia, la sensatez, la lógica; triunfan los «listos» y los que saben imponer «su verdad» aunque sea mentira. Preferiría un Mundo sin Estados, sin naciones, en el que ser Humano fuera la única etiqueta que me pudieran colgar. Un Mundo sin políticos, sólo con sabios administradores. Un Mundo culto, en el que la Enseñanza fuera la transmisión de los conocimientos de la Humanidad y la formación de personas en función de sus capacidades e inquietudes, libremente construidas. Un Mundo sin religiones, sin imposiciones ideológicas de ningún tipo. Un Mundo en el que desaparezca la acaparación de la riqueza y ésta se distribuya de forma que desaparezca la pobreza… ¿Una utopía? Seguramente, porque quizás el principal problema para conseguirlo es el propio ser Humano.